En el año 2007, Naomi Klein publicó La Doctrina del Shock: el Auge del Capitalismo de Desastre, un importante estudio que explicaba que las reformas más impopulares del neoliberalismo (diseñadas por Milton Friedman y la Escuela de Chicago) se lograban imponer después de acontecimientos traumáticos que impactaban la psicología social (shocks). Perturbaciones mundiales como la Guerra de las Malvinas (1982), el Tsunami de Indonesia (2004), el 11-S (2001) o el huracán Katrina que arrasó Nueva Orleans (2005) se aprovecharon para profundizar las diferencias de clase mediante la aprobación de reformas socioeconómicas ultraliberales que minaban el Estado del bienestar.
Trece años después, la pandemia del coronavirus se está considerando en muchos países del mundo (sobre todo europeos) como “la mayor crisis desde la Segunda Guerra Mundial”. Es decir, el mayor shock social a escala global en setenta años.
En el momento en que escribimos estas líneas un tercio de la población del planeta está confinada, habiéndose sumado La India a las órdenes aprobadas por la mayoría de los Estados occidentales y habiendo pasado China por ellas. Estas medidas de contención de la epidemia se están implementando gracias a recursos jurídicos extraordinarios como los estados de alarma y vienen acompañadas de otras decisiones que, en otras circunstancias, jamás se hubieran tolerado: la geolocalización de nuestros teléfonos móviles para estudiar el comportamiento poblacional, la creación de una base de datos biológicos sin precedentes (sobre todo en Corea del Sur) y la salida del ejército a la calle, por citar algunos ejemplos.
El estado de alarma en el estado español
El gobierno decretó el estado de alarma el 14 de marzo, bajo el cual controla los movimientos de toda la población. En lugar de centrar esfuerzos en un plan de choque social a las consecuencias de este panorama, su labor más destacada en la calle es la detención, en muchos casos con gran violencia por parte de la policía, de cientos de personas (929 detenciones en la primera semana del estado de alarma) e imponer decenas de miles de multas (102.000 en ese tiempo). Nos exigen que nos quedemos en casa y, sin embargo, muchas personas son obligadas a ir a trabajar sin tener un puesto laboral de relevancia ante la situación social que vivimos. Nos prefieren muertas antes que improductivas [1].
En las escuelas hemos podido aprender que si no haces lo que el profesor o la profesora ordena, tiene unas consecuencias negativas por el castigo que está vinculado a ello. Ni rastro de la responsabilidad colectiva, ni de aprender a hacer algo por más motivo que porque se imponga una reprimenda. ¿Y de verdad nos exigen que con esa educación que se nos ha dado en los colegios respondamos socialmente desde la autonomía personal? ¿No sería más fácil pensar que la mayoría de la gente actuamos bajo esas circunstancias solamente guiados por el miedo? El gobierno toma decisiones ajeno a los ritmos de la propia sociedad, pero a quién le sorprende, si esos mismos gobiernos son los que nos ejecutan día a día con desahucios, desmantelando la sanidad pública, o incrementando precios de productos de necesidad básica. Amenazan otra vez con la llegada del lobo para tratar de ocultar que estamos entre sus fauces.
Solo nos obligan y exigen moralmente a cumplir la norma, no sin tener en cuenta situaciones de riesgo para la salud mental, sin confiar en absoluto en la responsabilidad colectiva ni la efectividad de los grupos de apoyo que surgen en muchos lugares. Y sin embargo, más peligroso que el coronavirus es que el pueblo asuma e interiorice las medidas represoras del Estado como propias. Increpar a tu vecina desde el balcón, salir con inseguridad a la calle por si te multan, ver al ejército paseándose por nuestros barrios como si nada, eso sí que da miedo. El mensaje social más extendido debería ser que nos quedemos en casa por cuidado personal y colectivo, pero matando al policía interior que nos quieren colar dentro de nosotras. Frenar la deriva autoritaria también es un compromiso social necesario por parte de todas.
Agamben y la teoría de los Estados de excepción
Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, el estado de excepción (graduación de un marco similar en el que se encontraría también nuestro actual estado de alarma) constituye un punto de desequilibrio entre derecho público y hecho político, que se sitúa en una franja ambigua e incierta, en la barrera entre lo jurídico y lo político. Son medidas jurídicas que se encuentran en la paradójica situación de que no pueden ser comprendidas en el plano del derecho habitual. El estado de excepción se presenta como la forma legal de aquello que no puede tener forma legal.
Un estado de excepción es lo contrario a un estado de normalidad, es una respuesta inmediata del poder estatal a conflictos internos o externos de gravedad. En el siglo XX se ha ejercido eficaz y legalmente un estado de excepción perpetuado en el tiempo, como por ejemplo en el régimen de la Alemania nazi. El totalitarismo moderno se puede definir como la instauración, a través del estado de excepción de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no solo de adversarios políticos, sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político. Desde entonces, la creación voluntaria de un estado de emergencia permanente, aunque no declarado técnicamente, ha derivado en una de las prácticas esenciales de los estados contemporáneos, aun de aquellos autodenominados como democráticos.
Su origen se sitúa en el decreto del 8 de julio de 1791 de la Asamblea Constituyente francesa, que establece tres situaciones posibles: estado de paz, estado de guerra y el estado de excepción, donde todas las funciones civiles del estado pasaban temporalmente a manos de un comandante militar que ejerce la autoridad bajo su exclusiva responsabilidad. Según el propio Agamben, el significado político viviente del estado de excepción (cuyo nombre puede variar en cada país: estado de necesidad, de alarma, de sitio, Ley Marcial, Decreto de Urgencia, etc.) permite arrebatar toda identidad jurídica a un grupo social determinado en nombre de la seguridad y la emergencia.
El estado de excepción se situaría sobre la expresión de “plenos poderes”, lo cual implica un retorno a un estado original de absolutismo en el que no se realiza la separación y distinción de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Las leyes de “plenos poderes”, instituidas desde las guerras mundiales, otorgan al ejecutivo un poder de reglamentación excepcionalmente amplio, favoreciendo en una progresiva erosión del poder legislativo parlamentario, que se limita a menudo a ratificar disposiciones emanadas del ejecutivo en forma de decretos de ley. Una tendencia a transformarse en indefinida praxis de gobierno, borra las invisibles líneas de ficción política democrática y reluce mucho más autoritaria. Las disposiciones casi dictatoriales de los sistemas constitucionales modernos, no pueden realizar controles efectivos sobre la concentración de los poderes. En consecuencia, todas estas instituciones corren el riesgo de ser transformadas en sistemas totalitarios, si se presentan condiciones favorables para ello.
Existen muchos ejemplos en la cultura pop de una transición de democracia a dictadura totalitaria mediante el uso de leyes de excepción en momentos de shock social. Quizás el más conocido sea el de la saga de Star Wars, cuando el Canciller Palpatine acumula poderes especiales (“plenos poderes”) durante las Guerras Clon y termina por coronarse como Emperador.
Benjamin y la subjetividad histórica
Es conveniente en estos tiempos rescatar algunas de las ideas en la obra del filósofo Walter Benjamin, quien explica en la misma –a través de un brillante análisis sobre el cúmulo de experiencias subjetivas y las inconsciencias que arrastramos– por qué interiorizamos con facilidad la tiranía, encarnada en la figura del Estado, y la culpa por discrepar de sus postulados. Para las oprimidas la historia es, por lo tanto, un estado de excepción permanente.
Benjamin advierte de la necesidad de una toma de conciencia histórica, una terapia social y colectiva para hacer consciente lo inconsciente, y partiendo de este punto para liberarnos de esta ley de tiranía.
Los oprimidos deben plantearse un cambio verdaderamente rupturista que no genere una nueva forma de opresión.
La suspensión de la ley ordinaria en el estado de excepción (o de alarma) se realiza para garantizar la continuidad de esa ley habitual. Benjamin propone la suspensión de la ley pero no para restaurarla posteriormente garantizando su perpetuidad, sino abolirla gracias a la revolución social, creando un estado de excepción de la ley, la jerarquía y la dominación.
La militarización del espacio público y de nuestro imaginario colectivo
En algunas situaciones de crisis a gran escala los gobiernos aprovechan para decretar algunas normas represivas, políticas de desigualdad social que enriquecen aún más a los ricos y empobrecen a la población más precaria y vulnerable. Y algunas de estas cuestiones que se impulsan en momentos de excepcionalidad, suelen ser más tarde muy difíciles de tirar abajo nuevamente. Ya lo hemos dicho: así actúa habitualmente el capitalismo, aprovecha los momentos de mayor shock para ampliar su dominación.
El lenguaje castrense se está normalizando a través de los medios de comunicación y las ruedas de prensa a la hora de enfrentarnos a la emergencia sanitaria y social internacional, pero debemos negarnos a aceptar esto como una guerra, porque si no estaremos permitiendo que la terminología y el esquema mental militarizante se instale en nuestro imaginario. Utilizar continuamente un vocabulario relativo a esta coyuntura como si de un conflicto bélico se tratase no hace más que banalizar la guerra como concepto y perder de vista cómo y quiénes verdaderamente nos conducen a la miseria. Nos negamos a ser militarizadas y aceptar este estado de represión generalizada, que puede polarizar la sociedad hasta tal punto que nos lleven a creer que determinados grupos de población disidente a este pensamiento único son el enemigo. Adaptarnos a una maquinaria social y política militar es una peligrosa senda que no debemos estar dispuestos a asumir. No obedecer las reglas impuestas no es tener falta de sensibilidad, pues quien decide qué debemos o no debemos hacer seguramente haya tomado decisiones arbitrarias y contrarias a las verdaderas necesidades sociales, por lo tanto, no cumplir una norma puede incluso significar tener una sensibilidad mucho más desarrollada y humana.
Se crea un ambiente de inseguridad, y en este tiempo de fake news comienzan a correr rumores o leyendas urbanas de lo que está permitido hacerse y lo que está vetado. Criminalizamos a nuestras vecinas e increpamos dejándonos llevar por el señalamiento generalizado, sin hacer un ejercicio mental razonable y sensible. Nos presentan comportamientos humanos desprovistos de razones responsables con las que bien pudiéramos empatizar si nos paramos a pensar calmadamente. Por ejemplo, personas que pasean por el campo solas sin poner en riesgo a nadie para sobrellevar las consecuencias de estar confinados; personas que acceden a alimentos básicos más allá de desplazarse a un supermercado como por ejemplo ir a una huerta; quienes son obligados a ir al trabajo y deciden hacerlo en bicicleta en lugar de transporte público. Familias que necesitan apoyos y deciden estar juntas y que no son población de riesgo, o personas con adicciones o problemas psicológicos que necesitan salir de sus hogares, u otras personas que no ven en su hogar un espacio de seguridad en absoluto.
La vigilancia y el control social dominan la situación cuando se alimenta a la sociedad con el miedo al otro, frente a esto debemos fortalecer las redes de apoyo, seguir considerando el contacto humano, y mantenernos fuertes mentalmente con la ayuda de nuestras personas de confianza y de afinidad. De lo contrario estaremos aceptando como regalo un caballo de Troya que viene profundamente envenenado.
(1) Este espíritu lo encarna mejor que nadie el vicegobernador de Texas, que apareció en televisión el 23 de marzo diciendo que prefiere que las personas mayores mueran a frenar la economía de Estados Unidos. “Deberíamos sacrificarnos por mantener el país que conocemos. Estoy dispuesto a sacrificar mi superviviencia y muchos abuelos también. Mi mensaje es: volvamos al trabajo, volvamos a vivir, seamos listos con todo esto y los mayores de 70 ya cuidaremos de nosotros mismos. No sacrifiquéis el país, no sacrifiquéis el gran sueño americano”.
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