«La necesidad de luchar contra un mundo «virtual»
Mucha gente habla del «día después», de todo lo que hará falta hacer y conseguir después del coronavirus. Pero, más allá de las enfermedades y duelos personales, ¿en qué estado colectivo nos dejará todo esto? ¿En qué estado psicológico? ¿En qué Estado político? ¿Con qué hábitos relacionales? En este texto, iniciativa del Grupo de trabajo sobre digitalización, informatización, TIC, CEM y 5G de Ecologistas en Acción y del colectivo francés Écran total, se señala el riesgo de que una parte de los buenos propósitos para el día después estén siendo ya de facto neutralizados por la aceleración en curso de los procesos de informatización. Por ello, propone un boicot masivo y explícito a las diferentes aplicaciones móviles que, bajo la premisa de la lucha contra la covid-19, van a suponer la instalación efectiva de un seguimiento generalizado de la población. En el texto se muestra cómo este tipo de aplicaciones son el ejemplo paradigmático de nuestra fascinación ante la tecnología y nuestra dependencia total de ella. Fascinación y dependencia que garantizan la perpetuación del orden político existente y de nuestra trayectoria de destrucción ecológica.
Desde la perspectiva sanitaria todavía seguimos sin entender muy bien qué está pasando, y resulta difícil saber con precisión hacia dónde nos dirigimos. Es probable que haga falta bastante tiempo para desentrañar todos los misterios de la epidemia de la covid-19. Es más, la incertidumbre que rodea su origen, su difusión y su letalidad seguirá siendo inescrutable hasta que deje de atacar a tantos países de manera simultánea. Por desgracia, nadie parece saber cuándo llegará esa anhelada paz. A partir de ahora, si queremos continuar adelante con nuestras vidas, no debemos ni sobrestimar ni subestimar a la epidemia en tanto tal.
En contraste con la incertidumbre anterior, lo que sí nos parece bastante claro es que esta crisis sanitaria puede suponer un punto de inflexión que dé lugar a la aparición y estabilización de un nuevo régimen social: un régimen basado en todavía más miedo y aislamiento, un régimen aún más desigual que ahogue toda libertad. Si hacemos el esfuerzo de lanzar este llamamiento es porque creemos que lo anterior sólo es una posibilidad y que se presentarán oportunidades de impedirlo. Pero mientras que las simples ciudadanas y ciudadanos como nosotros aquejamos fuertemente la fragilidad de nuestra existencia frente a la amenaza del virus y de un confinamiento prolongado, el orden político y económico en vigor, sin embargo, parece estremecerse y fortalecerse al mismo tiempo en mitad de este terremoto. Es decir, se nos presenta como frágil y, al mismo tiempo, extremadamente sólido en lo tocante a sus expresiones más «modernas», es decir, las más socialmente destructivas.
Sin duda a casi nadie se le escapa que los gobiernos de muchos países han aprovechado la situación actual para paralizar durante un tiempo indeterminado protestas que, en muchos casos, eran muy fuertes y llevaban activas meses. Pero lo que no resulta menos alarmante es cómo las medidas de distanciamiento social y el miedo al contacto con el otro que ha generado la epidemia se hallan en poderosa sintonía con las principales tendencias de la sociedad contemporánea. De hecho, dos de los fenómenos que la crisis sanitaria ha acelerado hacen plausible pensar en un posible tránsito a un nuevo régimen social sin contacto humano, o con el menor número posible de contactos y regulados por la burocracia: el aterrador aumento del poder de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) sobre nuestras vidas; y su corolario, los proyectos de seguimiento digital de la población amparados en la necesidad de limitar el número de contagios de covid-19.
«Quédate en casa»… usando Internet
Desde los primeros días del confinamiento estuvo claro que uno de los efectos sociales inmediatos de la pandemia, en España y en Francia, sería una profundización de nuestra dependencia de la informática. Y eso que, al ritmo al que iban las cosas, ¡parecía difícil que pudiera acelerar aún más! Sin embargo, el confinamiento obligatorio en los hogares ha hecho que, para muchos, las pantallas se hayan convertido en casi la única manera de mantener el contacto con el mundo: el comercio digital ha explotado, de hecho hasta la organización de redes locales de aprovisionamiento de verduras y productos frescos ha dependido en muchos casos de internet; el uso de videojuegos ha alcanzado niveles estratosféricos; las consultas de «telemedicina» han aumentado exponencialmente (pese a que lo único que ofrecen es una simple conversación telefónica); también la continuidad de la docencia reglada se ha hecho pasar por el ordenador, ignorando todas las voces médicas que recomiendan limitar la exposición de los niños a las pantallas; y, por último, muchos miles de personas están teletrabajando –se acabó lo de «metro-curro-catre», la cosa se ha quedado en «de la cama al ordenata».
Por supuesto, los grandes medios de comunicación no encuentran nada preocupante en esta reducción masiva de todas las actividades humanas a una sola. Todo lo contrario, cuanto más dependa una iniciativa solidaria de una web, una plataforma virtual o un grupo de mensajería, más la aplauden. De hecho, animan a que cada cual acepte resignadamente que la única opción es tomar el aperitivo juntos pero solos1, «por» Skype, y hasta han sido capaces de encontrar a creyentes deseosos de comulgar en Semana Santa a través de una pantalla.
Esta intensa campaña de promoción de la vida digital no produce, sin embargo, alarma alguna en el ámbito del pensamiento: nadie parece encontrar preocupante la informatización total del mundo. A ambos lados de los Pirineos, periodistas, economistas y hombres de Estado nos instan a romper nuestra dependencia de la industria china en sectores como el médico o el textil. Pero su deseo de independencia nacional no suele llevarles a inquietarse por el hecho de que todo el sector de las TIC dependa de las minas y las fábricas asiáticas, muy a menudo de instalaciones industriales gigantescas cuya «relocalización» resulta difícil concebir. Se alzan otras voces que van más allá de la crítica a la globalización del comercio y reivindican un cambio profundo en «nuestro modelo de desarrollo». Sin embargo, lo más habitual es que pasen por alto el papel central de lo digital en dicho modelo y que, por tanto, no señalen que poco cambiará en materia de precariedad social y ecología si continuamos haciendo todo a través de internet.
En lo que respecta al presidente Macron, sus intervenciones más recientes han hecho repetidamente referencia al Consejo Nacional de la Resistencia y su espíritu de compromiso social. Sin embargo, en la práctica su proyecto de hacer de Francia una start-up nation nunca se ha detenido. Por el contrario, ha experimentado un salto cualitativo. Algo similar podríamos decir del gobierno de coalición PSOE-Podemos. Sus reiteradas referencias a los Pactos de la Moncloa y al espíritu social de la Constitución no han impedido que el proyecto de digitalización de la sociedad, que desempeñó un papel central en el discurso de investidura de Pedro Sánchez, se mantenga intacto. Esta nueva era de trabajo virtual es la más propicia para rematar la ofensiva contra los y las trabajadoras asalariadas que se puso en marcha bastante antes de la llegada del coronavirus: destrucción masiva de puestos de trabajo por la aparición de nuevas aplicaciones, plataformas y robots; reducción del trabajo relacional, sustituido por respuestas automatizadas gobernadas por algoritmos; pérdida de sentido en el trabajo según éste va siendo progresivamente sustituido por absurdas rutinas burocráticas; aumento de la explotación y debilitamiento de la capacidad de resistencia de las y los trabajadores, que cada vez se encuentran más aislados.
De este modo, el confinamiento ha supuesto una oportunidad inigualable para dirigirse todavía más rápidamente al objetivo que, en Francia, marcaba al plan de Acción Pública 2022: sustituir todos los servicios públicos por portales online. Como ya se ha podido comprobar con el cierre de las ventanillas físicas en las estaciones de tren, esta digitalización acelera la privatización de los servicios públicos al transferir el trabajo antes presencial a plataformas comerciales caracterizadas por sus prácticas opacas y responsables de la creación masiva de perfiles usando los datos de los usuarios. Esta transformación supone, además, una exclusión violenta de los usuarios poco o nada conectados –hasta una quinta parte de la población, en la que se incluyen las personas mayores, las más vulnerables económicamente y las recalcitrantes. Tiende a obligar a sectores de la población en vías de empobrecimiento masivo a comprar en ocasiones tantos equipos informáticos «básicos» (PC, smartphone, impresora, escáner…) como miembros de la familia. Esta transformación, en suma, nos empuja hacia un mundo profundamente deshumanizado y kafkiano.
«La digitalización de todo lo que puede ser digitalizado es el medio del que se ha dotado el capitalismo del siglo XXI para poder seguir abaratando costes […]. Retrospectivamente, es posible que esta crisis sanitaria aparezca como un momento de aceleración de la virtualización del mundo, como el punto de inflexión de la transición desde el capitalismo industrial al capitalismo digital. Y, por tanto, de su corolario: el hundimiento de las promesas humanistas de la sociedad [de servicios]».2 Este análisis de sentido común no proviene de un enemigo acérrimo del neoliberalismo que expresara su rabia ante las decisiones tomadas en los últimos cuarenta años bajo la presión de los medios empresariales. Viene, en cambio, de un economista de centro-izquierda que forma parte del Consejo asesor del periódico Le Monde. Una declaración así basta para comprender que, si es cierto que se está desarrollado una «doctrina del shock»,3 el centro de la misma está frente a nuestras narices: la intensificación de la digitalización de la vida cotidiana y económica.
Nos parece, por tanto, que resulta más que legítimo hablar de una doctrina del shock digital, en el sentido de que la crisis sanitaria ha sido la oportunidad perfecta para reforzar nuestra dependencia de las herramientas informáticas y desarrollar muchos proyectos económicos y políticos previamente existentes: docencia virtual, teletrabajo masivo, salud digital, Internet de las Cosas, robotización, supresión del dinero en metálico y sustitución por el dinero virtual, promoción del 5G, smart city… A esa lista se puede añadir los nuevos proyectos de seguimiento de los individuos haciendo uso de sus smartphones, que vendrían a sumarse a los ya existentes en ámbitos como la vigilancia policial, el marketing o las aplicaciones para ligar en internet. En conclusión, el peligro mayor al que nos enfrentamos no es que las cosas «se queden como estaban», sino que vayan a bastante peor.
¿Cuando China despierta en nuestro interior?
Ya casi nadie duda de que la salida del confinamiento, o la “desescalada” paulatina, en muchos Estados europeos va a suponer la puesta en marcha de nuevos dispositivos de vigilancia a través de los smartphones. Si tenemos en cuenta que al miedo de enfermar se le suma ya el hastío y la imposibilidad económica de seguir confinados durante meses, lo anterior no puede ser considerado más que un enorme chantaje de los gobiernos al conjunto de la población.
Percibamos la dimensión del timo: en un contexto de grave penuria de instrumentos básicos en la lucha contra el contagio (carencia de suficientes mascarillas y batas en los hospitales, escasez de sanitarios y de camas y, para colmo, poquísimos test de detección disponibles), se nos ofrece en su lugar un invento de ciencia ficción: aplicaciones para la detección digital de la transmisión del coronavirus. Aunque sigue sin asegurarse un apoyo económico masivo y estructural a los hospitales públicos para que puedan hacer frente a una crisis que ha venido para quedarse, sin embargo no se duda en atravesar un nuevo Rubicón en la trazabilidad sistemática de los desplazamientos y las relaciones sociales, por ahora únicamente de aquellos que den su consentimiento explícito. Los resultados médicos de esta estrategia son más que dudosos, en cambio las consecuencias políticas no dejan lugar a dudas.
El hecho de saberse continuamente vigilado es fuente comprobada de conformismo y sumisión a la autoridad, incluso cuando no se vive en una dictadura.4 Desde el gobierno nos aseguran que los datos recogidos por las aplicaciones de seguimiento de las personas infectadas por la covid-19 serán primero anonimizados y posteriormente destruidos. Sin embargo, basta con leer la parte de las memorias de Edward Snowden donde éste habla de la vigilancia virtual para darse cuenta de que nadie puede garantizar algo así.5 Es más, un vistazo a la historia reciente de la tecnología muestra que los dispositivos liberticidas que se introducen en tiempo de crisis casi nunca desaparecen: si se extienden a gran escala, y bajo la égida del Estado, las aplicaciones de seguimiento se quedarán y será muy difícil impedir que se extiendan al conjunto de la población. Basta con pensar en la identificación a través del ADN, que en Francia se instaló a finales de los años 1990 como reacción frente a una serie de crímenes sexuales y de la que los ministros de la época afirmaban que siempre se mantendría limitada a criminales de alto nivel. Hoy en Francia cuando a uno lo arrestan por quedarse más de lo debido en una manifestación la identificación a través del ADN es casi automática. Es más, quizá bastaría con reflexionar sobre un punto básico: no tenemos la menor idea de cuánto durará este episodio pandémico en el que llevamos sumidos desde comienzos de marzo, ¿seis meses, tres años, más aún?
Sea como fuere, esta crisis ha venido atravesada por la idea de que para encontrar modelos realmente eficaces en la lucha contra el coronavirus es necesario dirigir la atención hacia Asia en general, y hacia China en particular. En Francia los medios de comunicación y los políticos hacen sobre todo referencia a Corea del Sur, Taiwán o Singapur, donde la hipermodernidad tecnológica no se asocia (con o sin razón) al despotismo político. En España, sin embargo, el estallido de la crisis sanitaria fue testigo de cómo algunos de los principales periódicos del país se preguntaban abiertamente si la «democracia» no era un lastre que condenaba a una lucha ineficaz contra el virus. Al mismo tiempo, algunos «camisas viejas» del liberalismo hacían expresa su admiración por el autoritarismo chino high tech y su efectividad: geolocalización de teléfonos móviles, sistemas de calificación social alimentados por los datos que los ciudadanos vuelcan constantemente en internet, reconocimiento facial, uso de drones teledirigidos para vigilar y sancionar a la población. Este cambio de mirada es uno de los elementos clave del cambio de rumbo que estamos quizá viviendo: durante décadas nos hemos acostumbrado a leer nuestro futuro con las lentes que nos ofrecían los cambios en la sociedad norteamericana. Hoy, de manera súbita, parece que es la China post-maoísta la que define nuestro destino, ella que ha sido capaz de hacer un uso sin complejos de las innovaciones de Sillicon Valley.
El crecimiento de la tecnología únicamente puede ser fuente de colapsos ecológicos y sanitarios
Por lo pronto la decisión de las autoridades políticas europeas de hacer un uso masivo de aplicaciones de seguimiento a través de smartphone como medida de control de la covid-19 no es más que una forma de bluff.6 Una suerte de medida de acompañamiento psicológico que tiene sobre todo como fin el dar la impresión de que se toman medidas, que los gobiernos son capaces de hacer algo, que tienen ideas para poner la situación bajo control. Sin embargo, en países como los nuestros o como Italia, es evidente que no controlan nada. Por el contrario, lo que vemos es que gobiernos de toda Europa se doblegan a las exigencias patronales de vuelta al trabajo y reactivación de la economía, lo que hace todavía más urgente sacarse de la chistera alguna aplicación mágica, la única medida con la que parecen contar para proteger a la gente.
De hecho, para lo que sirven dispositivos como la geolocalización digital es para garantizar el mantenimiento de una organización social patológica, pretendiendo al mismo tiempo limitar el impacto de la epidemia que actualmente sufrimos. El seguimiento del coronavirus tiene como objetivo preservar (por ahora) un tipo de mundo donde nos desplazamos demasiado, para nuestra salud y para la de la Tierra; donde trabajamos cada vez más lejos de casa, cruzándonos en el camino con miles de personas que no conocemos; donde consumimos los productos de un comercio mundial cuya escala excluye cualquier posibilidad de regulación moral. Lo que los promotores de la geolocalización buscan preservar no es, prioritariamente, ni nuestra salud ni nuestro «sistema de salud», sino la sociedad de masas. De hecho, una sociedad de masas aún más profunda, en el sentido en el que los individuos que la componen estarán todavía más aislados y encerrados sobre sí mismos por culpa del miedo y la tecnología.
Ahí donde la pandemia actual debería incitarnos a transformar radicalmente una sociedad en la que la urbanización desbocada, la contaminación del aire y el exceso de movilidad pueden tener consecuencias incontrolables, sin embargo el desconfinamiento gestionado a través del big data amenaza con hacernos profundizar todavía más en ella. La emergencia de la covid-19, como las de otros virus desde el año 2000, está estrechamente vinculada para muchos investigadores con la desforestación. Ésta genera contactos imprevistos entre diversas especies animales y seres humanos. Otras investigaciones apuntan a la ganadería intensiva de concentración, saturada de antibióticos mutágenos. Decir que la respuesta a la covid-19 tiene que ser tecnológica, como leemos en muchísimos medios, es continuar con la huida hacia adelante de una lógica de dominio y control de la naturaleza ilusoria y, como muestra cada día la crisis ecológica, condenada al fracaso. El impacto de la industria de las TIC sobre los ecosistemas es ya insostenible: ha creado una auténtica fiebre de los metales que devasta algunas de las zonas mejor conservadas del planeta, se apoya sobre una industria química especialmente contaminante, engendra montañas de residuos y, debido a la multiplicación de los data center y al aumento permanente del tráfico en internet, obliga a las centrales eléctricas a funcionar a toda máquina. Éstas emiten ya una cantidad de gases de efecto invernadero equiparable a la asociada al tráfico aéreo.7
Más aún, el modo de vida conectado es globalmente nocivo para nuestra salud. Adicciones, dificultades relacionales y de aprendizaje entre los más pequeños, pero también electrosensibilidad: se estima que 1.500.000 personas (3% de la población), el 90% mujeres, padecen en España enfermedades de sensibilización central (fibromialgia, síndrome de fatiga crónica, sensibilidad química múltiple y sensibilidad electromagnética). Cada vez más investigaciones identifican estas enfermedades emergentes como enfermedades neurológicas producidas por estrés oxidativo celular relacionado con factores ambientales (productos químicos y ondas electromagnéticas). Unas cifras que invitan a poner en marcha investigaciones profundas para comprender cómo aparecen y actúan. A lo anterior hay que sumarle la posibilidad, contemplada por la OMS, de que las ondas electromagnéticas artificiales sean cancerígenas. Los vínculos establecidos entre tumores de corazón en ratas y ondas 2G/ 3G por el National Toxicology Program de los EEUU en 20188 todavía no han alcanzado un consenso científico total, pero hasta ahora la incertidumbre sólo ha servido para liberar de su responsabilidad a las industrias del teléfono móvil: justifica el continuar hacia adelante, jamás la aplicación del principio de precaución.
Por último, en la primera línea de la doctrina del shock desplegada por el gobierno francés se encuentra la simplificación de la instalación de antenas de retransmisión, contra las que muchos vecinos y asociaciones vienen luchando (alegando sus posibles efectos sobre la salud). La Ley de urgencia del 25 de marzo de 2020 permite la instalación de antenas sin aprobación de la Agencia Nacional de Radiofrecuencias. Al mismo tiempo, la explosión del uso de internet ligada al confinamiento justifica en muchos lugares, sobre todo en Italia, continuar el desarrollo de la red 5G. En España, aunque vivimos un parón momentáneo, todo apunta a que el proyecto se retomará con nuevo ímpetu al final de este mismo año. Mientras que investigadoras, científicos, ciudadanas y ciudadanos del mundo entero llevan años oponiéndose a esta innovación, la prensa corre un velo sobre esta inquietud recubriéndola de noticias sobre una cuestionable vinculación entre la extensión de la covid-19 y las ondas del 5G. Las GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) han llegado incluso a eliminar gran cantidad de publicaciones virtuales que llamaban la atención sobre los efectos de esta nueva etapa de intensificación de los campos electromagnéticos artificiales. Sin embargo, esas inquietudes son perfectamente legítimas: por un lado, porque desplegar una fuente de contaminación electromagnética que va a multiplicar por dos todas las fuentes ya existentes sin conocer a ciencia cierta sus efectos es una aberración desde el punto de vista del principio de precaución. Por otro, porque un peligro absolutamente comprobado del 5G es que está destinado a servir de base para la extensión de los objetos interconectados, los coches automáticos y, en general, una sociedad hiperconsumista cuyos efectos sociales y ecológicos son insostenibles.
Frenar la escalada
Si quisiéramos resumir la situación podríamos decir que los tecnócratas de todo el mundo pretenden protegernos del coronavirus hoy acelerando un sistema de producción que ya compromete nuestra supervivencia en el futuro presente. Es absurdo, además de estar destinado al fracaso.
Lo que hace falta no son tecnologías que nos hagan más irresponsables, decidiendo por nosotros dónde podemos ir y qué podemos hacer. Lo que necesitamos es ejercer nuestra responsabilidad personal y colectiva para luchar contra las flaquezas y el cinismo de los dirigentes. Necesitamos construir desde la base, y con ayuda de epidemiólogos, médicos y sanitarios, reglas de prudencia colectiva razonables y sostenibles a largo plazo. Y para que estas inevitables restricciones tengan sentido, no sólo necesitamos saber en tiempo real el estado de las urgencias. Necesitamos una reflexión colectiva y consecuente sobre nuestra salud, sobre los medios necesarios para protegernos de las muchas patologías ligadas a nuestra forma de vivir: los futuros virus, pero también los factores de «co-morbilidad» como el asma, la obesidad, las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y, por supuesto, el cáncer.9
Lo que esta crisis saca de nuevo a la luz es el problema de la dependencia de un sistema de aprovisionamiento industrial que saquea el mundo y debilita nuestra capacidad de oponernos de manera material y concreta a las injusticias sociales. Desde nuestro punto de vista, el único modo de garantizar nuestra capacidad de alimentarnos, cuidarnos y cubrir nuestras necesidades básicas en las crisis que están por venir es hacemos colectivamente cargo de nuestras necesidades materiales, desde la base y en alianza con muchos de los y las profesionales hoy responsables de dichas tareas. Y para ello resulta imprescindible comprender que la informatización se opone frontalmente a esa necesaria construcción de autonomía: la digitalización se ha convertido en la piedra angular de las grandes industrias, de las burocracias estatales, y en general de todos los procesos de administración de nuestras vidas que se rigen por las leyes del beneficio y el poder.
Se ha vuelto habitual escuchar que en algún punto de esta crisis será necesario pedir cuentas a los dirigentes. Y, como es habitual, no faltarán las reclamaciones en materia de dotación presupuestaria, de abuso patronal y bancario o de redistribución económica. Sin embargo, junto a estas indispensables reivindicaciones, tienen que venir otras que o partan de nosotros mismos o se obtengan mediante la lucha contra quienes hoy están tomando las decisiones. Al menos si queremos poder conservar nuestra libertad, es decir, si queremos conservar la posibilidad de combatir contra las lógicas de la competencia y la rentabilidad, y construir un mundo donde el miedo al otro y la atomización de la población no se instalen de manera indefinida.
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Durante las últimas semanas se ha hecho habitual que muchas personas dejen sus smartphones en casa cuando salen. Llamamos a la generalización de este tipo de gestos y al boicot de las aplicaciones públicas y privadas de seguimiento digital. Más allá de lo anterior, invitamos a todas y todos a reflexionar profundamente sobre la posibilidad de abandonar su teléfono inteligente y reducir en gran medida su uso de la alta tecnología. Volvamos, por fin a la realidad.
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Llamamos a la población a informarse sobre las consecuencias económicas, ecológicas y sanitarias del despliegue de la red 5G y a oponerse activamente al mismo. Más aún, invitamos a todas y todos a informarse sobre las antenas de telefonía móvil que ya existen cerca de su casa y a oponerse a la instalación de nuevas antenas transmisoras.
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Llamamos a una toma de conciencia de los problemas asociado a la digitalización en curso de todos los servicios públicos. Uno de los desafíos en el periodo post-confinamiento (¿o en los periodos entre confinamientos?) será lograr que la atención presencial siga disponible, o vuelva a estarlo, en ciudades y pueblos, en estaciones de tren, en la Seguridad social, en las administraciones locales, etc. Merecería la pena luchar por la defensa del servicio postal (esencial, por ejemplo, para la circulación de ideas más allá del mundo virtual) y la conservación de un servicio de teléfono fijo que funcione bien y sea independiente de la contratación de internet.
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Otra batalla crucial para el futuro de la sociedad es el rechazo de la escuela digital. La crisis que estamos atravesando se ha aprovechado para normalizar la educación a distancia a través de internet, y sólo una reacción contundente de profesores y familias podrá impedir que se instale definitivamente. Pese a que la escuela es susceptible de críticas desde muchos puntos de vista diferentes, estamos convencidos de que estas últimas semanas habrá hecho evidente para muchos que sigue teniendo sentido aprender juntas y que es muy valioso para los más pequeños estar en contacto con maestros y maestros de carne y hueso.
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La economía no está ni ha estado nunca paralizada, por lo que tampoco deberían estarlo los conflictos sociales. Apoyamos a todas las personas que han sentido su integridad en riesgo, desde un punto de vista sanitario, en su puesto de trabajo habitual o durante sus desplazamientos. Sin embargo, queremos también llamar la atención sobre los abusos y el sufrimiento que acompañan al marco del teletrabajo a domicilio. Algunos llevamos años denunciando la informatización del trabajo, y nos parece evidente que la extensión del teletrabajo forzado es un proceso al que tenemos que oponernos a través de nuevas formas de lucha, boicot y sabotaje.
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Es muy probablemente que, desde el punto de vista económico, los meses siguientes puedan ser terribles. Es posible que vivamos un empobrecimiento masivo de la ciudadanía, al igual que no deberíamos descartar colapsos bancarios y monetarios. Frente a estos peligros, es necesario que pensemos en cómo vamos a comer y cómo vamos a cultivar las tierras que nos rodean, cómo nos vamos a integrar en las redes de aprovisionamiento de proximidad y, sobre todo, en cómo extender lo anterior para que esté al alcance de la mayoría de la población. De igual modo deben ser cuestiones prioritarias el garantizar la supervivencia de las y los agricultores que producen comida sana cerca de donde vivimos y el apoyo a todos los nuevos que decidan instalarse. Lo que hemos dicho anteriormente explica por qué creemos que recurrir a la alta tecnología no puede en ningún caso ser una solución humana y perenne.
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Por último, todo apunta a que en los próximos meses nos va a tocar defender maneras de poder encontrarnos físicamente, inventar o retomar espacios de discusión pública en estos tiempos difíciles en los que se darán muchas batallas decisivas. Sin duda, todo lo anterior tendrá que hacerse con la idea en mente de minimizar los riesgos de contagio. Pero la vida digital no puede ser un sustituto permanente de la vida real, y los sucedáneos de debate que hoy se realizan por internet no podrán nunca reemplazar la presencia en carne y hueso y el diálogo de viva voz. Cada cual debe reflexionar desde este momento sobre el modo de defender el derecho de reunión (reuniones de vecinos, asambleas populares, manifestaciones), sin el cual los derechos políticos son imposibles y sin el cual es imposible construir una posición de fuerza, imprescindible para dar existencia a cualquier tipo de lucha.
Texto impulsado por el el Grupo de trabajo sobre informatización, digitalización, TIC, CEM y 5G de Ecologistas en Acción y el colectivo Écran total (resistamos a la gestión y la informatización de nuestras vidas).
1 Referencia a la obra de Sherry Turkle, no traducida al español, Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other, publicado por Basic Books en 2012.
2 Extracto de la entrevista a Daniel Cohen en Le Monde del 3 de abril de 2020 (https://www.lemonde.fr/idees/article/2020/04/02/daniel-cohen-la-crise-du-coronavirus-signale-l-acceleration-d-un-nouveau-capitalisme-le-capitalisme-numerique_6035238_3232.html). Que lo citemos aquí no implica en ningún caso que estemos en sintonía con el tipo de categorías que Cohen utiliza: en realidad lo digital no es más que una profundización del carácter industrial del capitalismo, y la sociedad post-industrial de la que él habla simplemente no existe.
3 Referencia a la fórmula y la obra de Naomi Klein, La doctrina del shock, que se tradujo en España en el año 2007 y fue publicada por la editorial Paidós. En el libro este término se ejemplificaba con las oportunidades que el huracán Katrina, que impactó Luisiana en 2005, ofreció a las clases empresariales norteamericanas.
4 Para profundizar en esta cuestión, acúdase al capítulo 2 de la traducción del libro del Grupo MARCUSE La libertad en coma: contra la informatización del mundo, Madrid 2019, Ediciones El Salmón.
5 Edward Snowden, Vigilancia permanente, Madrid 2019, Planeta. Siendo más precisos, en lo que Snowden insiste es en la imposibilidad de hacer desaparecer por completo los datos que se registran. En lo relativo a la imposibilidad de anonimizar, recoomendamos el análisis de Luc Rocher que se reseña en el artículo «No existe el anonimato, gracias a tus datos pueden rastrearte y encontrarte», publicado el 31 de julio de 2019 en el periódico ABC.
6 Recomendamos revisar el análisis a ese respecto que ha realizado la asociación La Quadrature du Net, publicado en su página web el 14 de abril (https://www.laquadrature.net/2020/04/14/nos-arguments-pour-rejeter-stopcovid/), que entre otras cosas llama la atención sobre la poca fiabilidad de la tecnología Bluetooth, su escasa precisión a la hora de indicar contactos entre personas diagnosticadas como «positivas», en particular en zonas muy pobladas, y la dificultad de activarla o utilizarla para mucha gente.
7 Se puede revisar, entre otros materiales, la síntesis de Cécile Diguet y Fanny Lopez, L’impact spatial et énergétique des data centers sur les territoires, disponible en www.ademe.fr
8 https://www.priartem.fr/Ondes-et-tumeurs-Des-preuves.html?var_recherche=ntp
9 No está de más recordar que, según un estudio publicado en la revista científica The Lancet en 2017, la contaminación del agua, el aire y el suelo mata a 9 millones de personas al año (https://www.efeverde.com/noticias/nueve-millones-muertes-contaminacion-2015-the-lancet/).
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